Hablar hoy de Venezuela es hacerlo sobre una de las más
calamitosas tragedias que se viven en Iberoamérica. La nación más rica del
continente vive sumida en un caos inalterable donde lo único seguro es que el
día siguiente saldrá el sol, todo lo demás, desde las tareas cotidianas a
cualquier empresa o ilusión que alguno de sus ciudadanos pueda soñar es,
simplemente, una especulación a la que pocos se atreven.
Según datos de la Organización de Estados Americanos (OEA),
más del 60% de la población vive en la pobreza y de éstos, más de la mitad roza
la miseria. Además, en un reciente informe del mes de mayo, la Secretaría
General de este organismo, apoyada por un nutrido grupo de observadores
internacionales, documentó más de mil casos de violación de los derechos
humanos y políticos por parte de los cuerpos de seguridad del régimen. Este
informe, rechazado por las autoridades venezolanas, comprueba además cómo se ha
dotado con armamento de grueso calibre a la Policía y Guardia Nacional para la
represión de manifestaciones, violando la propia constitución bolivariana, en
su artículo 68, que deja en manos del Ejército este tipo de usos.
Pero esta historia no es solo un cruce de datos y constataciones
de graves ataques contra la población, es también un documento con nombres
propios, de aquellas personas que en su día a día luchan con su poco margen de
maniobra por librarse de un círculo vicioso que parece no tener final, porque
la comunidad internacional, inexplicablemente, parece no ponerse de acuerdo en
como desalojar del poder a quiénes están cometiendo crímenes de lesa humanidad.
Samuel tiene 19 años y hace unos meses dejó su empleo de
ayudante en la banca porque cobraba el salario mínimo, unos 4 dólares. Ahora trabaja
en una agencia de publicidad por un par de dólares más. Con este dinero paga el
alquiler del apartamento de 20 metros cuadrados en el que vive en un barrio
del sur de Caracas y debe alimentarse a duras penas. Los productos a los que
puede acceder son los de la canasta básica y casi siempre fuera de los supermercados con precios
regulados, porque cuando le llega su turno en la cola de varias horas,
simplemente no queda nada que comprar. La cola empieza a las 6 de la mañana, es
de cientos de personas y a las 8 se avisa a los que quedan que pueden
marcharse, se acabaron las existencias. Así pues debe remitirse a
establecimientos no regulados en los que el precio de cualquier artículo es
hasta 5 veces mayor. Recientemente se le han diagnosticado piedras en el riñón,
una dolencia de la que no podrá tratarse porque la sanidad pública venezolana
no tiene recursos para atender a nadie que padezca más allá de un resfriado.
Para curarse, debería salir del país vía Colombia, pero no puede hacerlo porque
carece de pasaporte, y para conseguir este documento debería pagar el soborno
de casi 50 dólares que los funcionarios le exigen para expedírselo. El precio
de este soborno depende del lugar del país donde preguntes y del funcionario
que te toque ese día, desde esos 50 dólares hasta los más de 200 que podemos
encontrar en la ciudad de Maracaibo o Isla Margarita, mejor conectadas con el
extranjero. Pese a lo titánico de la empresa, es su único camino.
Igual piensa Jesús, que tiene 25 años y es odontólogo en dos
clínicas de la capital, trabaja a comisión y cobra según el volumen de
pacientes. Él tiene mayor suerte porque la mayoría de los clientes proceden de
los barrios de mayor poder adquisitivo y porque el miembros de su familia
reciben remesas del exterior, es decir, que sólo ha de preocuparse de su propia
manutención. Una semana antes de la redacción de esta crónica, pudo salir de
fiesta a un conocido local de baile, fue la primera vez en meses y siempre con
medidas de precaución tales como no llevar nada de valor encima. Ni siquiera el
celular (teléfono móvil), porque el índice de asaltos en Caracas es el más alto
de todo el continente. Su pasaporte caduca el año que viene y es el plazo que
se ha puesto para salir del país, a cualquier precio y a cualquier parte,
preferiblemente Europa, y aquí buscarse la vida de cualquier manera, como ya
han hecho miles de sus compatriotas.
Nos habla también Carlos, de 23 años y estudiante de
Comercio Internacional en una universidad ubicada en la costa venezolana. Su
manutención depende del ínfimo salario de su madre, maestra jubilada que vive
en otra ciudad y que de manera mensual puede proporcionarle no más de tres
dólares. Con esa cantidad debe alimentarse y lavarse, es evidente que no es
suficiente y por tanto tiene que “resolver”, que es como llaman los venezolanos
al hecho de practicar trabajos o trueques en negro. Apenas le queda un semestre
para graduarse y sueña con poder irse a Perú, donde ya emigraron otros
familiares que pueden recibirlo. El año
pasado, lleno de rabia pero también de esperanza, se jugó la vida y participó
del movimiento cívico-estudiantil que paralizó casi la totalidad del país en
una ola de protestas que pretendía frenar la ocupación total del poder por
parte del chavismo, en la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente,
un parlamento a imagen y semejanza del dictador, donde la oposición política no
está presente, y que no es reconocida oficialmente salvo por Corea del Norte,
Rusia, Bolivia, Cuba y la imaginaria república de Donetsk.
Aquellas protestas, que terminaron en más de un centenar de muertos, heridos, desaparecidos y muchos más presos, fueron el punto de
hartazgo de la ciudadanía para con la Mesa de Unidad Democrática (MUD) y sus
guiños de diálogo al régimen. Ahora, esa fragmentada oposición política no es
más que uno de los divertimentos favoritos del dictador Nicolás Maduro.
La MUD tampoco participará en las elecciones locales que se
celebrarán pasado este verano, porque ya no reconocen el sistema de votación
del Consejo Nacional Electoral, copado por el oficialismo, y en el que se han
detectado y probado selectivos fraudes tal y como denuncia el activista por los
derechos humanos Gustavo Tovar Arroyo en su documental “Chavismo, la peste del
siglo XXI”, presentado en abril y que se puede visualizar en Youtube. El
documental aborda la llegada de Hugo Chávez al poder y como se han arrasado y
laminado todas las capas de acción democrática del país, usando el dinero del
petróleo, hasta llegar a la actual situación de carestía e inseguridad.
Intentando justificar su actividad pública, decía Cristina
Fernández de Kirchner, expresidenta de Argentina y hoy senadora, calificada
como una de las mayores chorizas de la historia de su país por el periodista
Jorge Lanata, que no se pueden comparar entre ellos los procesos de cambio
político en las naciones de Iberoamérica. Y tenía razón, aunque por razones
bien distintas.
Lo que desde hace años sucede en Venezuela precisa de varias
ejemplificaciones simultáneas, porque se trata del saqueo y expolio que vivió
la propia Argentina desde Menem a De la Rúa, junto con la ineptitud en la
gestión de los recursos públicos en el Chile de Pinochet, mezclado con la
corrupción sistémica de las instituciones de la peor época del PRI mexicano,
sumado a la cacería y posterior tortura de cualquier disidencia como la que
sucedió en el Paraguay de Stroesner o el Brasil de Castelo Branco. Un narcoestado
fallido convertido en el mismo infierno.
Carlos, Samuel y Jesús tienen varias cosas en común, pero la
más importante es que, debido a su edad, sólo han conocido el chavismo como
régimen político, y se niegan a aceptar que han de continuar viviendo con una
espada encima del cuello. Desde fuera del país, son cientos las iniciativas que
se han puesto en marcha para paliar en la medida de lo posible la inexistencia
de recursos de la ya desaparecida clase media venezolana y se han organizado
plataformas de todo tipo, sobre todo a través de las redes sociales y
promocionadas casi todas ellas por exiliados que anteriormente ejercían como
juristas, militares, médicos, empresarios o ingenieros. Desde fuera actúa
Markomusik, un conocido humorista, que utiliza su perfil en Instagram para
recaudar fondos que se usan en tratamientos médicos para niñas y niños de
Venezuela, él mismo advierte que no siempre puede atender todos los casos por
el alto número que peticiones que le llegan. Algunos no se han ido, se han
quedado y siguen luchando, es el caso de María Corina Machado, una política
venezolana y exdiputada en la Asamblea Nacional, que todos los días desafía a
la policía política de la dictadura (el SEBIN) paseando a pie o circulando en
su propio vehículo. Muchas de estas amenazas las publica en su perfil de
twitter, uno de los más visitados de la esfera política venezolana, con más de
4 millones de seguidores.
La preocupación por la situación de crisis humanitaria en la
tierra de Simón Bolívar es constante, y estos días se ha extendido a otra de
las naciones de la órbita del chavismo, Nicaragua, donde se está mascando la
tragedia porque ya se han traspasado todas las líneas rojas por parte del
presidente Ortega, alejándose de los parámetros que protegían la convivencia y la
democracia. Organismos internacionales, observadores y activistas ya sólo
esperan que no alcance esos niveles de desolación que se están viviendo hoy en
Venezuela. Los mismos que, algunos en España, todavía justifican cobardemente
en la lucha de clases.
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