martes, 13 de noviembre de 2018

Lo mío con el inglés

Nunca me gustó... he de admitirlo.

El inglés siempre me sonó lejano y frío, sin ningún tipo de atractivo o de musicalidad relacionada con aquello que me rodeaba en mi infancia o adolescencia. Pero había que aprenderlo en la escuela, en el instituto... o llegados a la edad adulta, para poder trabajar.

Antes de eso, cuando me zambullí en los referentes culturales del momento (finales de los 80, principios de los 90) encontré mi primera horma del zapato... Annie Lennox, y me atrapó.

Fue entonces cuando a partir de 4 palabras sueltas que sabía del idioma mis padres me apuntaron a las famosas "clases particulares" y empecé a traducir las canciones de la diva británica. Y entonces me gustaron más. Fue ella, gracias a ella, que comencé a descubrir otro idioma y a quitarme de encima la indiferencia que me producía... y de ahí me fui a Extreme, Aretha Franklin o los Bee Gees.

Quiero decir pues, que no fue el sistema educativo el que consiguió despertar mi interés por el inglés, como tampoco lo hizo por casi ninguna de las materias que teníamos en las clases. Lo cierto es que, salvando honrosas excepciones, a mi me tocaron los maestros y profesores con el culo más gordo del universo educativo, gente que iba a cobrar a fin de mes y con cero vocación de docente.

Lo mío con el inglés se había convertido entonces en una relación de amor-odio. Necesitaba aprenderlo para poder cantarlo en plan "desatada" cuando mis padres no estaban en casa... ya sabéis, cuando un bolígrafo se convierte en un micrófono y cualquier trapo es el atuendo perfecto para tu actuación estelar.

Luego te metían por lo ojos lo de aprenderlo porque si no "no ibas a ninguna parte", algunos de mis amigos se iban en verano a campamentos de verano en UK, ellos que podían, y volvían diciendo cosas como "By the way" y chorradas varias por las cuales les cayeron las correspondientes collejas.

Pero sí, se hizo importante lo de saber inglés. También en el mercado laboral, pero ya os digo que he tratado de esquivarlo siempre que he podido. Y al fin descubrí la verdadera razón de mi desdén para con aprenderlo... no era el idioma en sí, era toda la atmósfera rancia que lo rodeaba. Un aire de superioridad de quiénes sí lo hablaban con respecto a los que no... sí, esa élite que en otras épocas te hubieran mirado mal por no llevar abrigo de pieles (el tuyo era polipiel), o por no tener el último modelo de Mercedes-Benz (mi padre tenía un taxi que era un Seat), o porque no veraneabas en Campoamor (Islas Menores forever), ahora lo hacía por el tema del inglés... curiosamente, la misma gentuza.

Cuando mejor me llevé con mi nuevo idioma fue cuando me tocaba atender a los escoceses que se ponían tibios a cervezas en los bares que curraba en verano... eso sí que es aprender. Siempre he mantenido la teoría, que alguna vez será comprobada científicamente, de que los escoceses son los murcianicos del mundo anglosajón. No los pierdas de vista.

El inglés se hizo necesario pero no imprescindible y me gustó aprenderlo por empatía y no por obligación... es como creo que hay que hacer todo lo que enriquece tu vida. Conclusión, que sí, que hablo inglés... cuando me da la gana y es estrictamente necesario.   

Hagan ustedes lo propio, les dejará buen sabor. 


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